Nuestra ideología

1. Materialismo Dialético

En el ámbito filosófico, los fundadores del marxismo (K. Marx y F. Engels) comenzaron su actividad intelectual en el ámbito de los “nuevos hegelianos”, jóvenes universitarios de extracción burguesa que, arrogándose continuadores directos del sistema filosófico de Hegel, terminaban por desarrollarlo unilateralmente, es decir, en tan solo uno de sus aspectos particulares enfrentándolo a otras partes del sistema desarrolladas por otros. A pesar de la aparente variedad de posturas sostenidas, poseían una característica común fundamental: la de ser pensadores adscritos al campo filosófico del idealismo, lo que, en resumidas cuentas, significaba que en el debate filosófico esencial que caracterizaba aquella época, el de la relación entre las ideas y la realidad material, entre ser y pensamiento y la primacía de uno sobre otro, todos sostenían que la verdadera y primaria existencia era la de las ideas, de las que derivaba todo lo demás, también la realidad al alcance de los sentidos; es decir, que la conciencia y las ideas o –en términos de Hegel- el espíritu absoluto engendraban la realidad.

Esta concepción de las cosas se halla en la base de, por ejemplo, todas las representaciones que hacen de un dios o dioses creadores del mundo. El sistema de filosófico de Hegel compartía gran parte de los defectos de las posturas que conciben o han concebido el mundo como la obra perfecta, acabada e inmutable de una entidad omnisciente y omnipotente ya con el nombre de dios, ya con el de idea o espíritu, pero, sin embargo, contaba con un elemento diferenciador que, a la postre, resultaría capital en la construcción del sistema filosófico de Marx y Engels: la concepción de que lo existente se encuentra en un proceso de perpetuo cambio ascendente o de perfeccionamiento, en última instancia motivado por la superación, conforme a determinadas leyes, de una serie de contradicciones internas, consustanciales y constantemente renovadas. En la filosofía de Hegel, claro, este proceso, al que se da el nombre de dialéctica, solo afectaba al espíritu absoluto que todo lo creaba y abarcaba.

Marx y Engels, desde que prendió en ellos la influencia de un filósofo hoy casi olvidado, Ludwig Feuerbach, figuraban en el campo intelectual opuesto al idealismo, el del materialismo filosófico. En lo esencial, este modo de entender la realidad es el que las ciencias naturales adoptan de manera espontánea y viene a sostener que solo existe la materia, entendida como la realidad objetiva exterior, preexistente e independiente de la conciencia, o que existe de forma primaria respecto de las ideas, que serían, a su vez el producto de un órgano físico y material muy sofisticado, el órgano del pensamiento: el cerebro. Con todos sus defectos mecanicistas, con toda su inconsecuencia y con todo lo que tenía de especulación pasiva, el materialismo de los s. XVII y XVIII representó un importante progreso en la historia de la emancipación de la inteligencia humana, a la que Marx y Engels contribuyeron de forma decisiva al integrar esta herencia materialista con aquella “médula racional” de la filosofía idealista de Hegel: con la dialéctica.

Cabe señalar que la noción del materialismo dialéctico no fue una idea genial que brotara sobre la nada de las cabezas de sus fundadores. Su génesis y forma específica no puede entenderse fuera de su época, la de la segunda mitad del s.XIX, que fue la de los grandes avances científicos, sobre todo, en la biología, la química y la física. La producción industrial a gran escala estimuló la separación de las ciencias naturales de su matriz, la filosofía, y su perfeccionamiento a través de nuevos y cada vez más sofisticados medios de observación, así como de un método experimental propio. La aplicación en la práctica de unos y otro sobre fenómenos y objetos de la naturaleza arrojó una serie de resultados cuya sintetización indujo a Marx y Engels a la tesis de que la naturaleza se desarrollaba por unos cauces dialécticos, esbozados teóricamente muchos siglos antes y confirmados por la práctica en su época.

La observación y la experimentación corroboró, por lo tanto, que los principios generales de la dialéctica se encarnaban en los fenómenos naturales. Se vieron confirmadas, pues, las tesis generales de:

1. que no podía considerarse a la naturaleza como un conjunto aleatorio de objetos y fenómenos, aislados e independientes entre sí, sino como un todo en que sus partes se encuentran orgánicamente vinculados y en relación de mutua dependencia. De ello se derivó que ningún fenómeno puede ser completamente comprendido aisladamente, sin conexión con las condiciones que lo rodean.

2. que la naturaleza y la materia no constituían algo inmóvil, estancado e inmutable, sino en incesante movimiento interno. Es decir, como algo que se encuentra en permanente proceso de renovación, donde siempre hay algo que surge y se desarrolla y algo que desaparece y caduca.

3. que los procesos de desarrollo de la materia no operan como meros procesos de crecimiento donde solo se dan cambios cuantitativos, sino como procesos donde la acumulación de pequeños cambios cuantitativos da lugar, de manera súbita, a cambios manifiestos, a cambios cualitativos. Así, los procesos de desarrollo han de entenderse como un movimiento ascensional, como el tránsito de un estado cualitativo a otro.

4. Que los objetos y fenómenos naturales están atravesados de contradicciones intrínsecas. Asumiendo que los objetos y fenómenos naturales no representan una sucesión acabada y definitiva, sino que poseen una historia y un proceso de desarrollo que los lleva a estados cualitativamente distintos, las contradicciones internas representan la “lucha” entre el lado caduco y el lado productivo que el proceso de desarrollo genera, entre lo presente y lo futuro. En otras palabras, la contradicción y su superación actúan como la palanca que activa el movimiento de un estado cualitativo a otro; ofician como la partera de lo que nace y como el sepulturero de lo que agoniza en las cosas.

2. Materialismo Histórico

La unión productiva de la concepción materialista y la médula racional del idealismo, la dialéctica, no fue él único mérito intelectual de Marx y Engels. Ambos extendieron la fecundidad de esta síntesis entre materialismo y dialéctica hasta sus últimos límites, hasta aquellos estudios y disciplinas donde el dominio de los prejuicios del idealismo prevaleció sin más disputa que la de algunos historiadores franceses (Guizot o Thierry) de la época de la Restauración hasta la segunda mitad del s. XIX, i.e. los fenómenos sociales y la historia. Los principales pensadores que se ocuparon de estas disciplinas (incluidos también los materialistas y algunos ilustrados como Rousseau con su tesis de “contrato social”) padecían de una inconsistencia muchas veces aludida en escritos marxistas y partían de una misma estrecha concepción precientífica de la sociedad y de la historia que, en lo fundamental, consistía en entenderlas a una como una unión plenamente consciente de individuos que persiguen el noble fin de satisfacer, por medio de la asociación, las necesidades particulares en lo espiritual y material de todos sus miembros; y a otra como una sucesión de hechos destacados, no vinculados orgánicamente e impulsados por el talento y la voluntad de personalidades singularmente excepcionales. Aún hoy vemos alguna tendencia historiográfica que se aproxima a este tipo de relatos sobre el pasado, pero a la luz de los hallazgos de Marx y Engels, no superan el rango de fábula infantil.

Marx y Engels, pues, fueron capaces de formular una aproximación científica a la historia humana a través de los parámetros del materialismo. A partir de ellos, extrajeron la conclusión que, a su vez, se convertiría en premisa fundamental de la explicación de todo desarrollo histórico humano: los seres humanos poseen una serie de necesidades que solo se pueden satisfacer, de forma sostenida y suficiente, por medio de la producción renovada de determinados medios de vida; es decir, mediante el trabajo. La noción de trabajo humano, por su parte, contiene en sí varias implicaciones de gran importancia:

1. De entrada, el trabajo para producir medios de vida presupone, antes que nada y por rudimentarios que sean, medios de trabajo y producción.

2. Los medios de trabajo y producción implican, a su vez, trabajo previo, acumulado y, por lo tanto, experiencia y conocimientos derivados de la práctica laboral.

3. La naturaleza y el desarrollo de los medios de trabajo y producción junto con la experiencia derivada de la práctica laboral determina la planificación previa conforme a la cual se organiza todo el proceso.

4. La planificación previa, realizada en función del trabajo y conocimientos acumulados, implica una relación específica entre el ser humano y su entorno natural, una forma determinada en que aquel transforma o puede transformar a este.

5. Del modo concreto que adopte todo lo anterior, dependerá el tipo determinado de relaciones que se adopte entre las personas que participan, mediante la división del trabajo, del proceso laboral a escala social.

Así, la noción de trabajo humano implica tanto el modo de trabajo y la capacidad productiva, como las relaciones que los seres humanos traban entre en el proceso de producción de su vida. En una palabra, engloba tanto las fuerzas productivas (todo lo que participa en la producción de bienes materiales) , como las relaciones de producción (las relaciones de propiedad sobre todo aquello que interviene en la producción y que da origen a determinadas formas de distribución de los bienes materiales y de organización social). Unas fuerzas productivas y unas relaciones de producción concretas integran en conjunto un modo de producción u otro; o lo que es lo mismo, un modo u otro de propiedad sobre los medios de producción y de explotación del trabajo.

Partir de estas ideas básicas de fuerzas productivas, relaciones de producción o propiedad y modo de producción es el único camino para realizar una aproximación científica y materialista a la historia del ser humano. Efectivamente, materiales son las fuerzas productivas por su naturaleza; materiales son asimismo las relaciones de producción, en tanto que su existencia es objetiva e independiente de la conciencia del ser humano y material es, por último, la formación conjunta de ambas en un modo de producción concreto. Por lo tanto, cuando los fundadores del marxismo eligieron, de todas las relaciones sociales posibles, las relaciones de producción como punto de partida para la explicación de la sociedad y su desarrollo, obraron de forma consecuentemente científica, pues aquellas relaciones constituyen las fundamentales y primarias y las que, en último término, determinan todas las demás. Las relaciones de producción actúan, pues, como la base sobre la que se construye -no de manera automática e inmediata, sino a través de una serie de mediaciones- todo el edificio de las instituciones sociales y como la condición de posibilidad de determinado estado, determinadas leyes, determinada religión, determinada filosofía, determinado arte o determinada literatura; en una palabra, de determinada superestructura. Esta, sin embargo, no fue considerada nunca por los fundadores del marxismo un conglomerado meramente pasivo de formas ideológicas que seguía como una sombra a la base económica, sino que sostenían que, entre la una y las otras, se daba una constante interacción, toda una serie de acciones y reacciones sobre la base de la necesidad económica.

Así pues, Marx y Engels concibieron la historia como un proceso casi natural cuyo contenido específico lo constituía el paso de una formación económico-social a otra; o lo que es lo mismo, el paso de un régimen social -con su modo de producción y la superestructura correspondiente- a otro. De este modo, Marx y Engels fundamentaron que los protagonistas de la historia no eran las grandes personalidades ni sus ideas, sino los pueblos, los creadores de los valores materiales, base de toda cultura y civilización. La cuestión que se abre en este punto y que precisa de respuesta es la de cómo se opera el tránsito de una formación económico-social a la siguiente. Los fundadores del marxismo establecieron el principio, de aplicación general, de que aquello estaba en condiciones de suceder en el momento en que el progreso de las fuerzas productivas alcanzaba un punto tal que entra en contradicción con las relaciones de producción y propiedad y con el modo de apropiación vigentes. Por lo tanto, las relaciones sociales que inicialmente protegían y cobijaban el desarrollo de las fuerzas productivas se ve desbordado, como la cáscara de un huevo que pasa de garantizar el desarrollo del embrión, en un principio, a constituir un obstáculo posteriormente que solo se puede superar mediante la eclosión. En el caso de la formación económico-social, el momento de la eclosión se ubica en la revolución social.

3. Lucha de Clases

Naturalmente, las sociedades humanas no actúan como un organismo homogéneo y racional que de buen grado aceptan someterse a leyes históricas y asumir con naturalidad lo inevitable de cambios muy profundos que reorganizan la formas de vida y las instituciones sociales de punto a punto. En todas las sociedades hay siempre grupos humanos que por el lugar que ocupan en un sistema de producción social, por las relaciones en que se encuentran con respecto a los medios de producción, por el papel que desempeñan en la organización social del trabajo y, en consecuencia, por el modo y proporción en que reciben la parte de la riqueza social de que disponen ( Lenin, Obras Completas (t. XXXIX), “Una gran iniciativa”) identifican sus intereses materiales, en mayor o menor medida, con el mantenimiento de determinado régimen social o con su superación. Es decir: en todas las sociedades hay clases sociales con intereses opuestos, excluyentes y en una pugna más o menos abierta, de cuyo resultado depende el avance o estancamiento del desarrollo histórico, del avance hacia formaciones económico-sociales superiores. Por ello, Marx calificaba la lucha de clases como motor de la historia.

Así, en un polo se va formando una clase o clases sociales que detentan la propiedad de los medios de trabajo y producción y, consiguientemente, el poder político, y, en el otro, una clase social cuyas condiciones materiales de vida son el producto directo y específico de la organización social que la clase del otro extremo acaudilla, conserva y de la que, como resulta lógico, se beneficia. La época de la formación económico-social burguesa, la de la gran industria maquinizada, la de la producción generalizada de mercancías para volcarlas al mercado mundial, la del intercambio mercantil y dinerario como actividad económica dominante y vínculo fundamental entre las personas, no requería ni del hábil artesano medieval, ni del poeta aúlico, ni del filósofo, ni del sacerdote, más que como elementos secundarios y accesorios, que sirven, bien de mero adorno, bien de coadyuvante para el dominio de la clase principal, en este caso la burguesía.

La formación industrial-capitalista de lo que realmente precisaba para su existencia básica y elemental era de dos contingentes de personas en unas condiciones muy determinadas; en una situación peculiar que fue el resultado de un largo proceso histórico caracterizado, de una parte, por la separación violenta de los trabajadores de sus medios de trabajo y la disolución de la propiedad basada en el trabajo -brillantemente descrita por Marx en su trabajo “Formas económicas precapitalistas”-; y, de otra, por la “acumulación originaria” de una serie de personas, operada por medio de la expulsión de los campesinos de su tierra, el robo de tierras comunales, el sistema colonial o el proteccionismo aduanero. Todo ello pudo crear en un polo al poseedor de dinero, de capital, y en el otro al trabajador “libre” en un doble sentido: libre de los vínculos de dependencia y sumisión que imponían otras formaciones económico-sociales a los productores y libre por encontrarse desposeído y carecer, en general, de tierra u otros medios de producción.

De este modo, el capital encontró un contingente enorme de personas cuyo único medio de subsistencia era venderle a aquel no su habilidad o conocimientos, ni tampoco el producto de su trabajo, ya que el gran desarrollo operado por la industria maquinizada en el s. XIX no precisaba de grandes destrezas ni de elaboración previa alguna por parte del trabajador, sino su mera y simple capacidad de trabajar -entendida en un sentido casi exclusivamente físico-, su fuerza de trabajo, para constituirse en apéndice vivo de las máquinas.

De este ejemplo es posible extraer una conclusión generalizable a todas las épocas y todas las formaciones económico-sociales: el dominio de una clase determinada engendra a otra, su perfecto reverso, cuyos intereses objetivos y aspiraciones pasan por el desbordamiento y la superación de la formación económico-social que las alumbró. Ocurrió así con la burguesía respecto del feudalismo y así sucede con el proletariado respecto de la burguesía. Parafraseando las palabras del Manifiesto Comunista, las clases dominantes engendran a “sus propios sepultureros”.

La lucha de clases es una constante mientras existen grupos sociales con intereses contrapuestos. Puede que en un período y lugar determinados, como la Europa posterior a la II Guerra Mundial hasta la década del 70, la situación de relativa prosperidad material y estabilidad política induzcan a observadores poco atentos a negar la existencia de tal lucha y negar, con ello, su carácter constante. En coyunturas de esta naturaleza la lucha de clases adquiere un carácter atenuado, más centrado en reivindicaciones económicas de mayor beneficio y participación de la riqueza social por parte de clases explotadas y grupos subalternos., y la conciencia de clase y de los intereses propios tiende, en términos generales, a cierta disipación. Las formas de lucha, en consecuencia, suelen sustanciarse normalmente en reclamos pacíficos por reformas que permitan el aumento -cuando no la conservación- de, por ejemplo, el salario directo procedente del trabajo o del salario indirecto a través de la cobertura pública social.

Un Partido Comunista no puede no prestar apoyo y no participar de cualquier movimiento y reivindicación que pretenda la mejora de las condiciones de vida de la clase trabajadora a expensas de los beneficios del capital; de cualquier movimiento que pretenda ensanchar el campo de actividad y libertad política o sindical o de cualquier movimiento que reclame la extensión consecuente de los principios democráticos a todas las esferas y grupos sociales. Puede que la mayoría de estos movimientos no pretendan rebasar el marco que impone la formación económico-social burguesa, pero es igualmente cierto que los conflictos que abren representan también nuevos escenarios de la lucha de clases, nuevas condiciones históricas de las que un Partido Comunista no puede abjurar y en las que ha de trabajar por elevar la conciencia política.

4. Algunos aspectos fundamentales de la doctrina económica del Marxismo

El sistema de pensamiento de los fundadores del marxismo goza de una riqueza lo suficientemente grande como para alcanzar conclusiones de validez universal en un gran número de campos y, además, ya se ha visto que el método por ellos empleado y perfeccionado, el materialismo histórico y dialéctico, exige profundos conocimientos del pasado, sobre todo en el terreno económico y social. Sin embargo, todo ello estaba siempre supeditado al mejor estudio posible de las relaciones de producción de una sociedad concreta -la sociedad burguesa, la sociedad de su presente- en su aparición, desarrollo y decadencia. En el prólogo de El Capital, Marx establece el objetivo de su estudio y anticipa la forma y el contenido que habrá de tener su doctrina económica:

“La finalidad de esta obra es descubrir la ley económica que preside los movimientos de la sociedad moderna.”

Son varias las obras económicas de Marx a disposición del lector actual, pero la mayoría de ellas no fueron publicadas en vida; eran cuadernos de notas que servían de preparación para la obra que no pudo concluir antes de su muerte y donde exponía, sistemáticamente, los resultados de décadas de investigación económica: El Capital. Esta obra fundamental parte de una premisa básica: la época de la producción burguesa es la época de la producción generalizada de mercancías y, por consiguiente, el análisis de Marx comienza por el análisis de la mercancía destinada a satisfacer las necesidades de otros por medio del intercambio.

Tomada en su forma específica, una mercancía es solo un objeto que viene a cubrir una necesidad, un objeto útil, un valor de uso. En este nivel, cada mercancía es, por decirlo así, única en su especie e inequiparable con otras. Sin embargo, la experiencia cotidiana nos dice que, en una determinada proporción, cualquier valor de uso es equiparado y por lo tanto intercambiable por otros, es decir: la mercancía es también valor de cambio. Es forzoso, pues, que entre las mercancías exista un algo común con respecto a lo cual pueden representar un más o un menos, una diferencia solo cuantitativa. Ese algo común no puede ser ninguna de las características físicas, químicas, geométricas o de otro tipo de las mercancías, que solo cuentan desde la perspectiva de la utilidad de los objetos. Así, lo único que puede quedar como elemento común entre toda la abigarrada variedad de mercancías es la cualidad de ser productos del trabajo . Al intercambiar sus productos, las personas establecen relaciones de equivalencia también entre los trabajos que las producen. Por tanto, lo que las mercancías tienen de común no es el trabajo concreto de una determinada rama de producción, sino el hecho de que son producto del trabajo humano en general. En una sociedad dada, toda la fuerza de trabajo, hecha cuerpo en la suma de todos los valores de todas las mercancías, constituye una misma fuerza humana de trabajo.

La magnitud del valor de una mercancía, viene determinada, a su vez, por el tiempo necesario para producirla,pero solo por el tiempo socialmente necesario; es decir, por el mínimo de tiempo que se precisa para producir una mercancía cualquiera en un determinado estado de desarrollo de las fuerzas productivas. En consecuencia, cualquier variación o progreso de aquellas incide directamente, haciéndolo descender, en el tiempo socialmente necesario de producción. Pareciera que la explicación de Marx describe una sociedad irreal donde un modo de producción tan avanzado convive con un modo de circulación elemental como el trueque de una mercancía por otra equivalente. Nada más lejos de la realidad. Marx parte de esta abstracción para, en primer lugar, demostrar que las relaciones de intercambio representan una relación social y para, en último término, explicar el desarrollo de la circulación e intercambio de mercancías desde su nivel más básico, el del trueque esporádico, hasta su forma más desarrollada, donde existe un equivalente universal para todas las mercancías, el dinero.

Cuando se produce en manos de alguien una acumulación suficiente de dinero como para comprar mercancías para la producción de otras mercancías (esto es: en un contexto en que la producción de mercancías está lo suficientemente desarrollado) que posean un valor superior al de la suma original, es posible afirmar que el dinero se ha tornado en capital y su poseedor, en capitalista. A ese incremento del valor primitivo del dinero es a lo que Marx llama “plusvalía”.

El valor incrementado del dinero lanzado a la circulación, la plusvalía, no puede proceder de un mero intercambio de equivalentes, ni de una fluctuación al alza de los precios, ya que las ganancias y las pérdidas recíprocas se equilibrarían. Para obtener plusvalía, pues, el poseedor de dinero ha de hacerse con una mercancía cuyo consumo como valor de uso implique creación de nuevo valor. Esta mercancía es la fuerza de trabajo del ser humano y su valor mínimo es la suma de los valores de uso que precisa para mantenerse como tal fuerza de trabajo durante un período determinado de tiempo (una semana, un mes etc.), aunque determinadas coyunturas económicas, sociales o políticas puedan hacer que el precio (salario) al que se vende pueda estar por encima o por debajo de ese valor mínimo.

En cualquier caso, una vez comprada la mercancía, el poseedor de dinero tiene derecho a consumirla durante una extensión de tiempo determinada en un lapso convenido ( x horas a la semana, al mes etc.). Si el valor producido por la fuerza de trabajo genera en productos un valor equivalente al que el poseedor de dinero le pagó o le pagará antes de que se agote el tiempo estipulado, ello no implica para la fuerza de trabajo el fin de la jornada. Al contrario, la fuerza de trabajo ha de seguir operando hasta el final del tiempo convenido y todo el valor producido por encima del valor de su salario se convierte en “plusproducto” propiedad del poseedor de capital, que materializa en “plusvalía” con su venta. Sin embargo, no todo el dinero que el capitalista gasta de manera productiva va destinado a la compra de fuerza de trabajo; también lo emplea en materias primas, instrumentos de trabajo, maquinaria, materias primas etc., es decir: en medios de trabajo y producción. El valor de estas mercancías, en su consumo productivo, reaparece íntegro en los nuevos productos, de ahí que el capital gastado en ellas reciba el nombre de capital constante; mientras que el capital invertido en fuerza de trabajo -la otra mercancía susceptible de ser consumida productivamente- ve cómo su valor cambia, acrecentándose, en el proceso de trabajo, de ahí que se le denomine capital variable.

Con el objetivo de acrecentar la plusvalía obtenida de la fuerza de trabajo, el capitalista puede optar por una de dos alternativas posibles: bien prolongar en el tiempo la jornada de laboral de la fuerza de trabajo e incrementar la extracción de la plusvalía de modo absoluto; bien incrementar la capacidad productiva de la fuerza de trabajo, haciendo que produzca más en menos tiempo, e incrementar la extracción de plusvalía de manera relativa. La primera opción se dio en los albores de la producción industrial de mercancías y, por ello, la principal reclamación obrera de ese momento consistía en la reducción de la jornada laboral. Sin embargo, mediante una división y organización del trabajo más sofisticada y el empleo generalizado de maquinaria, fue la segunda alternativa la que se impuso en los países capitalistas avanzados.

Uno de los grandes méritos de Marx a este respecto no fue solamente demostrar la existencia de la plusvalía, sino también y, especialmente, mostrar qué hacían los capitalistas con ella, cómo la empleaban. Una parte, desde luego, iba destinada al fondo de consumo personal de los capitalistas, a satisfacer sus necesidades y caprichos, pero otra se destina a renovar la producción en una escala ampliada, lo que Marx llamó

“acumulación de capital”, y que implica siempre gasto creciente en capital constante y no en capital variable.

En cualquier caso, surge una pregunta ante el análisis marxista en este punto: ¿de qué modo se producen las primeras acumulaciones de dinero para convertirlas después en capital? Marx da la respuesta a la cuestión desmontando hasta el cimiento la moraleja infantil que los economistas burgueses oficiales se encargaron de componer durante los s. XVIII y XIX y que venía a decir que la acumulación originaria que inaugura la época capitalista se debía a la inteligencia, sacrificio y austeridad burguesas. Por el contrario, Marx caracteriza la acumulación originaria como un proceso de separación violenta del trabajador de los medios de producción, expulsión de los campesinos de su tierra, robo de tierras comunales, explotación colonial y políticas aduaneras proteccionistas. Cuando habla de la “tendencia histórica de la acumulación capitalista”, Marx se expresa en los siguientes términos en el tomo primero de El Capital:

“La expropiación del productor directo se lleva a cabo con el más despiadado vandalismo y bajo el acicate de las pasiones más infames, más sucias, más mezquinas y más desenfrenadas. La propiedad privada, fruto del propio trabajo [del campesino y del artesano], y basada, por decirlo así, en la compenetración del obrero individual e independiente con sus instrumentos y medios de trabajo, es desplazada por la propiedad privada capitalista, basada en la explotación de la fuerza de trabajo ajena, aunque formalmente libre [. . .]. Ahora ya no se trata de expropiar al trabajador dueño de una economía independiente, sino de expropiar al capitalista explotador de numerosos obreros. Esta expropiación la lleva a cabo el juego de las leyes inmanentes de la propia producción capitalista, la centralización de los capitales. Un capitalista derrota a otros muchos. Paralelamente con esta centralización del capital o expropiación de muchos capitalistas por unos pocos, se desarrolla en una escala cada vez mayor la forma cooperativa del proceso de trabajo, la aplicación técnica consciente de la ciencia, la explotación planificada de la tierra, la transformación de los medios de trabajo en medios de trabajo utilizables sólo colectivamente, la economía de todos los medios de producción al ser empleados como medios de producción de un trabajo combinado, social, la absorción de todos los países por la red del mercado mundial y, como consecuencia de esto, el carácter internacional del régimen capitalista. Conforme disminuye progresivamente el número de magnates capitalistas que usurpan y monopolizan todos los beneficios de este proceso de transformación, crece la masa de la miseria, de la opresión, de la esclavización, de la degeneración, de la explotación; pero crece también la rebeldía de la clase obrera, que es aleccionada, unificada y organizada por el mecanismo del propio proceso capitalista de producción El monopolio del capital se convierte en grillete del modo de producción que ha crecido con él y bajo él. La centralización de los medios de producción y la socialización del trabajo llegan a un punto en que son ya incompatibles con su envoltura capitalista. Esta envoltura estalla. Suena la hora de la propiedad privada capitalista. Los expropiadores son expropiados”.

De gran importancia es igualmente el análisis que hace Marx, primero, de la reproducción del capital social, considerada globalmente; y, segundo, del problema de la formación de la cuota media de ganancia. La ganancia es la relación de la plusvalía con todo el capital invertido en una empresa. El capital de “alta composición orgánica” (es decir, aquel en el cual el capital constante predomina sobre el variable en proporciones superiores a la media) posee una cuota de ganancia inferior a la cuota media. El capital de “baja composición orgánica” da, a la inversa, una cuota de ganancia superior a la media. La competencia entre los capitales limita en ambos casos la cuota de ganancia a la cuota media. La suma de los valores de todas las mercancías de una sociedad dada coincide con la suma de precios de estas mercancías; pero en las distintas empresas y en las diversas ramas de producción las mercancías, bajo la presión de la competencia, no se venden por su valor, sino por el precio de producción, que equivale al capital invertido más la ganancia media.

Así, pues, un hecho cotidiano como que los precios difieren de los valores y de que las ganancias se nivelan, lo explica Marx partiendo de la ley del valor, ya que la suma de los valores de todas las mercancías coincide con la suma de sus precios. Sin embargo, la reducción del valor (social) a los precios (individuales) no es una operación simple y directa, sino que sigue una vía indirecta y muy complicada: es perfectamente natural que, en una sociedad de productores de mercancías dispersos, vinculados sólo por el mercado, las leyes que rigen esa sociedad no puedan manifestarse más que como leyes medias, sociales, generales, con una compensación mutua de las desviaciones individuales manifestadas en uno u otro sentido.

5. El Socialismo

Con todo el bagaje del análisis científico de la formación capitalista y del estudio de sus leyes de movimiento socioeconómico, Marx concluye que el capitalismo tiende a la transformación en una formación económica superior. El grado de socialización del trabajo alcanzado en el seno del capitalismo, que empieza a alcanzar su grado máximo de desarrollo a finales del s. XIX y principios del XX (ver el apartado “El Leninismo”) con la formación de los grandes monopolios y el dominio del capital financiero, conduce a la necesidad de la socialización de los medios de producción y, en consecuencia, a elevar el trabajo colectivo a un nuevo nivel de perfeccionamiento.

Estos son, a grandes rasgos, los requisitos objetivos de la transición a una forma económico-social superior a partir del desarrollo de las potencialidades que la forma caduca posee en sí de manera embrionaria. Pero el factor subjetivo, el autor material y moral, el agente activo principal en esta transformación es el proletariado, producto peculiarísimo del régimen burgués, como ya se ha visto. Al proletariado no le corresponde el papel principal en la lucha de clases por una cuestión del destino; le corresponde porque las condiciones objetivas de su situación hacen de él la clase más consecuentemente revolucionaria, al menos potencialmente. Ello significa, desde la perspectiva marxista, que es el representante principal de una nueva sociedad. No obstante, cualquier nueva formación económico-social no puede, ni ha podido, ni podrá imponerse sin vencer la resistencia de las clases dominantes que representan la vieja sociedad, sin medir en la arena de la lucha de clases sus fuerzas. Por lo tanto, como ya apuntaron Marx y Engels y desarrolló Lenin, la instauración del poder político de la clase trabajadora solo puede darse de un modo firme y completo a través de una transformación revolucionaria de la sociedad, conducente a la dictadura del proletariado, medio y garantía de que las conquistas revolucionarias, en un sentido amplio, se consoliden y perduren.

Pero, ¿es la dictadura del proletariado, el control obrero de los aparatos de violencia organizada, el objetivo y la perspectiva última del socialismo científico desarrollado principalmente por Marx, Engels y Lenin? La respuesta es no. El control obrero del aparato estatal, la supresión de la propiedad privada de los medios de producción, los ejercicios de la violencia revolucionaria solo se plantean en las obras de los fundadores como los medios necesarios para terminar con las bases que han hecho de todas las sociedades, sociedades clasistas, sociedades basadas en la explotación y el sometimiento de la mayoría a cargo de la minoría.

6. El Leninismo

I. Introducción

El valor universal del leninismo consiste en que representa el medio más eficaz – corroborado en la práctica- de perseverar en un programa de transformación revolucionaria de la sociedad ante condiciones históricas cambiantes. O lo que es igual, la comprensión de todo el acervo marxista no como un dogma cerrado, sino como un método vivo que permite el entendimiento global y completo de la coyuntura en que se habita y, en virtud de ello, los pasos a seguir para la consecución, planificada, de una serie de objetivos parciales que aproximen la consecución del objetivo último.

Efectivamente, las condiciones históricas que alumbraron el leninismo diferían grandemente de las que conocieron Marx y Engels en el apogeo de sus trayectorias. Es cierto que los fundadores ya avanzaron y teorizaron el camino que el desarrollo del capitalismo había de tomar, pero el límite de su vida les impidió, primero, comprobar las tesis que avanzaron y, segundo, enriquecer su doctrina con los datos que la nueva realidad abierta ponía a disposición. Fuera de toda duda queda que lo habrían hecho; lo contrario no se habría correspondido con su trayectoria consecuentemente materialista y, por lo tanto, científica, que Engels sintetizó en la expresión:

“Cada descubrimiento (o cambio) fundamental obliga al materialismo a cambiar de forma.”

Lo que viene a decir que quienes parten en todo de la realidad y buscan la verdad en los hechos, han de someterse continuamente a un ejercicio de revisión y comprobación tanto de sus análisis como de sus conductas.

Naturalmente, un cambio de forma no implica un cambio de objetivos ni de principios esenciales, más aún cuando la necesidad de los primeros y lo acertado de los segundos se impone y se mantiene. Puede que el capitalismo de fines del siglo XIX y principios del XX hubiera pasado de su fase de “libre competencia” a su fase “imperialista”; es decir, puede que surgiera una nueva realidad que exigía la renovada aplicación de un método válido –por su carácter científico- para comprenderla, en primer término, y para transformarla después; pero en ningún caso el cambio de las condiciones objetivas imponía la revisión del marxismo como método, ni la modificación de sus fines y principios fundamentales. En una palabra, la lucha de clases del proletariado por la transformación revolucionaria de la sociedad y la instauración de su poder y dominio político no estaba en cuestión para Lenin ni para el leninismo; su mérito histórico fundamental fue entonces hallar el camino adecuado para alcanzar los objetivos citados. Por ello, en las líneas que siguen se darán algunas pinceladas sobre el análisis marxista que Lenin realizó de las nuevas condiciones históricas; las deducciones que de ellas hizo para perseverar en los objetivos revolucionarios de la clase obrera; y sobre la herramienta fundamental para conseguirlos: el partido de nuevo tipo. La piedra de toque de Ia Revolución de Octubre confirmó en la práctica lo acertado de todo el bagaje leninista acumulado durante tres décadas.

II. Las nuevas condiciones históricas: el imperialismo

Pero, ¿cuáles fueron las condiciones históricas, materiales, que hicieron brotar el leninismo? Como se ha dicho, las condiciones objetivas en que se desarrolló el leninismo fueron las del tránsito del viejo capitalismo, el del libre mercado, el de la competencia febril, ciega y anárquica entre burgueses, a una fase superior, la “imperialista”, que es, a su vez, consecuencia del desarrollo completo de la anterior. Una serie de crisis económicas a finales del s. XIX actuaron como la partera de estas nuevas condiciones en la producción y sirvieron para laminar de la vida económica a multitud de empresas “simples”, incapaces de competir con sus enormes rivales de las empresas “combinadas”, que podían llegar a concentrar todas las actividades industriales de un ramo completo de la producción. En la práctica, ello supuso un espectacular aumento de la concentración de la producción y allanó el terreno para la aparición de los carteles y trust industriales y, en consecuencia, de los monopolios.

Por lo tanto, la primera característica del capitalismo “imperialista” es la de la concentración de la producción de la gran industria en un número cada vez más reducido de empresas y la aparición y consolidación de los monopolios industriales.

En paralelo a la concentración de la industria, también se desarrolla la concentración del capital bancario dando lugar a enormes entidades financieras que acaparaban un porcentaje de los depósitos nacionales en proporción inversa a su número. Esta circunstancia, unida a la de la concentración del capital industrial, que producía en una escala cada vez más ampliada, otorgó al capital bancario una importancia decisiva y decisoria en las economías nacionales. Se produjo de este modo un ensamblaje entre el capital industrial y el capital bancario que otorgó a los especuladores que integraban este último, en la práctica, la primacía y omnipotencia sobre la actividad industrial a través del control sobre el flujo de crédito y la participación mayoritaria en las sociedades por acciones. Tal es el segundo rasgo característico del imperialismo: el dominio del capital financiero – resultado de la fusión del capital industrial y bancario- sobre todas las esferas de la vida económica de los estados.

Como consecuencia de los dos rasgos anteriores, en los países avanzados del capitalismo aumenta la concentración exponencialmente del capital, provocando una especie de “excedente”. Este excedente no se empleó en los propios países para, por ejemplo, desarrollar la agricultura y elevar el nivel de vida de la población, sino para la exportación a países dependientes o a las colonias con el objetivo de crear compañías filiales que facilitaran el control sobre determinadas fuentes de materias primas; o para entregarlo en forma de empréstitos con cláusulas que siempre redundaban en beneficio de los monopolios de los países exportadores de capital. Así, la tercera característica del imperialismo la constituye la exportación, no de mercancías como en el viejo capitalismo, sino de excedentes de capital hacia los países dependientes y colonias para garantizar a los monopolistas el control sobre las fuentes de materias primas y los superbeneficios.

Otro rasgo distintivo de la nueva fase inaugurada en el capitalismo durante las décadas del 80 y 90 del siglo XIX y, la época de los grandes monopolios, viene representado por los pactos, a nivel internacional, entre los grupos monopolistas de un mismo ramo industrial, en virtud de los cuales se “repartían el mundo”; es decir, repartían donde estos monopolios podían operar, cesando de facto la competencia comercial entre ellos. El cuarto rasgo, pues, de la época de los monopolios es la suscripción de pactos internacionales entre los monopolistas de distintos países para repartirse el mundo. En este punto cabe añadir dos matizaciones: en primer lugar, que la proporción en que estos grupos de monopolistas se dividen el mundo responde al único criterio posible en el seno del capitalismo, en proporción al capital y a la fuerza; que cualquier cambio en esa correlación de fuerzas puede suscitar un nuevo reparto con las proporciones alteradas; que, en palabras de Lenin, “los capitalistas no se reparten el mundo por su maldad, sino porque el grado de concentración alcanzado les obliga a seguir por ese camino para obtener beneficios”, siendo esta suscripción de pactos una necesidad sistémica.

En sus análisis, Lenin no se detuvo en la pugna económica entre distintos grupos monopolistas por el “dominio del mundo” a un nivel industrial o comercial, sino que comprendió y expuso que el dominio y el reparto de los grupos monopolistas se veía complementado y apuntalado por el dominio militar de los estados imperialistas, que sometían al rango de colonia o semicolonia a los territorios menos avanzados del planeta, fundamentalmente en Asia, África y América del Sur. El quinto rasgo distintivo principal del capitalismo en su fase imperialista es la rivalidad entre los estados capitalistas avanzados por el control territorial de la totalidad del globo mediante el establecimiento de colonias o “zonas de influencia” que ofrecieran tanto reservas de materias primas como un campo para la exportación de capital.

Este es un resumen a grandes rasgos del estado de la realidad económica y material que dominaba a finales del siglo XIX y principios del XX en el mundo, cuya mejor sintetización es mérito del propio Lenin en su obra Imperialismo, fase superior del capitalismo de 1916. En ella, además, podemos encontrar las principales conclusiones que orientaron la lucha de clases del proletariado en ese nuevo período histórico y que guiaron la actividad política revolucionaria de Lenin durante toda su trayectoria.

En primer lugar, se desprende del análisis leninista que las fuerzas productivas de la sociedad (ya inmensas, ya de hecho socializadas, ya sometidas a una planificación considerable) entraban en contradicción con las relaciones de producción vigentes; en esencia, las mismas que las del viejo capitalismo, las de la propiedad privada sobre los medios de producción y la apropiación privada de toda la riqueza producida.

En segundo lugar, se infiere que el estado, con su aparato institucional, burocrático y represivo, ya no es la herramienta al servicio de la dominación de clase de toda la burguesía, sino, principalmente, de una fracción de ella, surgida del ensamblaje del gran capital industrial concentrado y del gran capital bancario concentrado.

En tercer lugar, lo que se concluye del estudio de Lenin es que los países capitalistas avanzados y sus clases dominantes adquieren durante la época imperialista un carácter crecientemente parasitario y “rentista”, debido al expolio de los países dependientes y colonias y a la exportación de sus excedentes de capital. Los países con mayores esferas de influencia y mayores posesiones coloniales y que, en consecuencia, contaban con un mayor rango para la exportación de capital –como Inglaterra y Francia- cedían el paso ante sus competidores imperialistas con dominios coloniales y esferas de influencia más reducidas – EEUU, Japón o Alemania- en lo que al ritmo de desarrollo de sus fuerzas productivas se refiere. En una palabra, el desarrollo del imperialismo, en cierto grado de madurez, produce estancamiento y supone, en algunas ramas económicas, un freno al desarrollo de las fuerzas productivas.

En cuarto lugar, la disección de la nueva fase del capitalismo arroja que, la rivalidad expansionista de los estados y los acuerdos transnacionales de los monopolistas llevan a un frágil estado de cosas, a un “reparto del mundo”, siempre susceptible de reorganizarse por el único medio posible en el capitalismo: la fuerza de las armas. Por lo que los conflictos armados por un nuevo “reparto del mundo”, a pequeña o gran escala, se hacen inevitables en la fase imperialista del capitalismo.

Así pues, por los factores expuestos, apenas hubo parcela de tierra en el mundo que no quedara integrada de un modo u otro en el mundo capitalista. Se generó, pues, una especie de “cadena imperialista mundial”, como la calificó Lenin, que llevó el capitalismo a regiones proverbialmente atrasadas y con sistemas políticos, como la Rusia zarista, donde sobrevivían muchos aspectos feudales o absolutistas. Estas regiones atrasadas del mundo no atravesaron un proceso análogo al de Europa occidental para la implantación y desarrollo del capitalismo en ellas, ya que, en la Europa occidental, fue la burguesía, como clase revolucionaria principal, la que lideró las revoluciones que barrieron el absolutismo en los siglos XVIII y XIX para establecer las relaciones de producción burguesas y su dominio político en un sentido amplio. Por lo tanto, en los países y territorios como la Rusia zarista la implantación del capitalismo fue, por decirlo de alguna manera, un fenómeno adelantado su desarrollo histórico. Así, a las viejas contradicciones de clase no resueltas se sumaban las que introducía el capitalismo en el marco de un sistema político calificado por Lenin “como el baluarte no solo de la reacción europea, sino también asiática”. Todo ello configuraba a Rusia como un eslabón de aquella “cadena imperialista” atravesado por multitud de contradicciones de clase, especialmente débil y apto para la ruptura.

En suma, Lenin fue quien con más acierto expuso que el capitalismo en su fase imperialista desarrolló las contradicciones inherentes al capitalismo hasta su último extremo, hasta desbordar los márgenes del capitalismo “de la libre competencia”, y propiciar un cambio de fase. Lenin calificó esta fase de “capitalismo agonizante” y afirmó que “el imperialismo supone la antesala de la revolución proletaria”.

III. La conformación de los principios fundamentales del leninismo

Sin embargo, no todas las fuerzas que en esas décadas se decían socialistas –la mayoría de partidos miembros de la II Internacional- llegaron a las mismas conclusiones que Lenin. La mayoría de los partidos socialistas de Europa Occidental veían las nuevas condiciones históricas abiertas por el imperialismo –pasando completamente por alto la agudización de las contradicciones de clase que implicaba- como una prueba de que las tesis fundamentales de Marx y Engels requerían de una revisión profunda. Algunos, como el alemán Bernstein, llegaban a asegurar que los análisis y las deducciones revolucionarias del marxismo eran erróneas a la luz de la mejora comparativa que la situación material del proletariado (solo de sus capas superiores) había experimentado con respecto a las del viejo capitalismo. Otros, que pasaban por marxistas “ortodoxos”, en virtud de una lectura sumamente mecánica del marxismo y una serie de deducciones completamente inoperantes, emplazaban la revolución proletaria a una época tan lejana; la condicionaban a una situación tan artificial y tan en contradicción con la tendencia de la economía capitalista (mayoría numérica en una sociedad dada del proletariado industrial); consideraban una necesidad histórica tan ineluctable una larga época de dominio de la burguesía, que de facto negaban toda perspectiva revolucionaria para la clase obrera y su conquista del poder.

En la práctica, toda la actividad de estos partidos se ceñía, en las décadas de existencia de la II Internacional, a la parlamentaria, considerando las organizaciones como meros apéndices de los grupos parlamentarios, y toda su perspectiva política se limitaba a la realización de reformas en el marco de la democracia liberal burguesa. Naturalmente, estas desviaciones oportunistas y de otro tipo –social-pacifistas, social-chovinistas etc.- no habrían sido posibles si la capa superior del proletariado de Europa occidental, que era la que copaba estos partidos, sindicatos y otras organizaciones obreras, no hubiera vivido, por decirlo así, adocenada por los “sobornos” en forma de pequeñas mejoras en su condición material, que los grandes capitales nacionales estaban en condiciones de dar gracias los superbeneficios reportados por su integración imperialista. En este contexto, incluso, llegaron a surgir, en altas instancias del movimiento obrero organizado, apologetas declarados del imperialismo. Toda esta época de dominio del oportunismo en la II Internacional alcanzó su cénit en vísperas de la I Guerra Mundial, cuando los partidos socialistas de los países beligerantes votaron a favor de los créditos de guerra, pasando a desempeñar el papel de muleta parlamentaria de sus respectivas burguesías imperialistas nacionales.

Como era de esperar por sus posturas con respecto al imperialismo, los partidos de la II Internacional y sus principales representantes no estaban especialmente interesados en aquello que ocurría fuera de Europa Occidental, ni de las posibilidades revolucionarias que abrían las contradicciones aparejadas al dominio colonial o de países dependientes. Estos países dependientes, sometidos a las potencias capitalistas, donde aún se arrastraban supervivencias feudales y del absolutismo, no habían desarrollado el capitalismo en un alto grado, ni siquiera parecido al de Europa occidental, lo que significaba que en estos territorios, aun eminentemente rurales, predominaba en número el campesinado. De su concepción estrecha y mecánica del marxismo, la II Internacional asumió estos territorios como “vedados” a la revolución proletaria y la toma del poder por parte de la clase obrera ya que, venían a decir, esta solo era posible cuando el proletariado constituyera una mayoría de la población. Por lo tanto, para territorios rurales y dependientes de las principales potencias imperialistas –como era la Rusia del Zar- solo admitían una transformación democrático-burguesa que barriera las supervivencias feudales, al estilo de las revoluciones burguesas europeas de los siglos XVIII y XIX, que correspondía efectuar a las respectivas burguesías nacionales.

Una parte importante de lo que hoy entendemos por leninismo se forjó en la lucha contra las tendencias oportunistas del movimiento marxista internacional y contra sus ecos en Rusia. Lenin dedicó sus mejores esfuerzos a desenmascarar las raíces ideológicas de estas tendencias, a las que presentó acertadamente como una capitulación ideológica ante la burguesía imperialista, y a denunciar la práctica que estos partidos, que llevaban el nombre de socialistas, sostenían como una colaboración con los enemigos de los intereses de la clase obrera. El leninismo, pues, es un compendio tan amplio y rico porque su fundador asumió la refutación de todos los errores y desviaciones del marxismo revolucionario que, a finales del siglo XIX y principios del XX, eran muchos tanto en Rusia como fuera de ella y amenazaban al proletariado revolucionario con la orfandad teórica, ideológica y organizativa.

De entrada, el movimiento revolucionario contra el zarismo en Rusia durante el s. XIX había sido impulsado por los llamados “Populistas” o “Amigos del Pueblo”, un movimiento que, soslayando el movimiento obrero urbano y el socialismo o , directamente, mostrando su hostilidad hacia ellos, sostenía que la clase revolucionaria principal de Rusia era el campesinado y que la revuelta que habría de acabar con el Zar y su régimen semifeudal vendría de la movilización rural. La agitación realizada por los intelectuales populistas, la inmensa mayoría de extracción burguesa, obtuvo poco éxito, pero, con todo, sirvió para que los populistas fueran durante dos decenios considerados el principal grupo promotor de la revolución en Rusia, pese a los errores de sus análisis (llegaban a afirmar que el capitalismo era un fenómeno “casual” en Rusia), su línea política y sus estrategias. Lenin no solo asumió la tarea de liquidar ideológicamente los remanentes de un populismo ruso ya entregado al zarismo y sin ningún filo revolucionario, sino que, además, comenzó a perfilar la fisonomía de la fuerza, ya marxista, que habría de descabalgar a los “Amigos del Pueblo”.

Con el correr del tiempo, muchos de los marxistas rusos de principios del s. XX, seguidores del “empiriocriticismo” de un hoy olvidado filósofo alemán –Eugen Mach-, no admitían el carácter científico del materialismo y lo desechaban como la base teórica del movimiento revolucionario de la clase trabajadora. Lenin emprendió entonces la tarea, con su obra Materialismo y Empiriocriticismo, de refutar a estos presuntos marxistas, sintetizando todos los avances de la ciencia habidos en las últimas décadas del s. XIX y principios del XX para demostrar que, lejos de refutar los lineamientos fundamentales del pensamiento de Marx y Engels, confirmaban en lo esencial los postulados del materialismo en general y del materialismo dialéctico en particular.

Asimismo, Lenin pudo refutar magistralmente los dogmas de los principales representantes de la II Internacional en un amplio número de campos:

-A la presunción oportunista de que las contradicciones de clase se atenuaban bajo el imperialismo, Lenin puso al desnudo, con los datos en la mano, cuál era el verdadero carácter de esta nueva fase del capitalismo y hasta qué punto llevaba las contradicciones que el viejo capitalismo llevaba consigo.

-A la afirmación de los ideólogos de la II Internacional de que el Estado es “un ente por encima de las clases” o “un órgano administrador” o “un instrumento para reconciliar los antagonismos de clase”, no necesariamente hostil a la clase obrera y otras capas trabajadoras, Lenin respondió durante toda su trayectoria, pero de manera sistematizada en su obra El Estado y la Revolución, que el Estado surge sobre los antagonismos de clase para consolidar el dominio de las clases dominantes; que, para conseguirlo, las clases dominantes ponen las fuerzas represivas del Estado, así como su aparato burocrático al servicio de sus intereses; que la instauración del poder proletario, la dictadura del proletariado, no puede darse conquistando la mayoría parlamentaria en el marco de la democracia liberal (de hecho, dictadura de la burguesía) donde los intereses de una minoría social insignificante se imponen de manera ineluctable, como una ley de hierro, sobre la inmensa mayoría de la sociedad; que el futuro estado proletario no es el estado burgués con “otro dueño”, sino que se construye sobre la destrucción revolucionaria de este, de sus fines y de sus medios represivos y burocráticos.

-En respuesta a los dogmas cerrados e inoperantes de los ideólogos de la II Internacional sobre las condiciones objetivas para la revolución proletaria y la toma del poder, Lenin describió las condiciones reales en que esta se hace un fenómeno necesario e inevitable. Lenin decía que para que se produjera un estallido revolucionario “no bastaba con que los de abajo no quisieran, sino que los de arriba no pudieran seguir viviendo como hasta ese momento”; que, además, era precisa “una agravación, fuera de lo común, de la miseria y los sufrimientos de las clases oprimidas”; que, en consecuencia, se produjera “una intensificación considerable de la actividad política de las masas”; y que, por último, era necesario que la clase revolucionaria contara con la capacidad de “emprender una actividad masiva revolucionaria lo suficientemente intensa como para derrocar al gobierno caduco; de elegir correctamente el momento para la acción revolucionaria y la habilidad para saber conducirla con éxito”.

-En conexión con lo anterior, Lenin concentró grandes empeños en refutar a quienes sostenían que la revolución proletaria solo sería posible en un contexto de alta industrialización y con una “mayoría numérica del proletariado”; y lo hizo tomando como base las condiciones objetivas que el imperialismo inauguraba. Efectivamente, el imperialismo se configuraba como una cadena mundial, susceptible de quebrarse en sus eslabones más frágiles; es decir, allí donde se reconcentraban las contradicciones no resueltas de la vieja sociedad con las recientes, incorporadas en el sistema capitalista. La Rusia imperial de finales del XIX y principios del XX ofrecía un buen ejemplo de “eslabón débil”. Fundamentalmente por esta razón, el centro revolucionario de la época se trasladó de Europa occidental a Rusia y la doctrina revolucionaria moderna, el leninismo, brotó allí. Sin embargo, los principales apologetas de la II Internacional y los oportunistas rusos que les servían de coro sostenían que, dada la mayoría social de pequeños campesinos de Rusia -los “economistas” o los mencheviques en la revolución de 1905- y al absolutismo zarista, la iniciativa política y revolucionaria correspondía a la burguesía, como correspondió a las burguesías europeas de los siglos XVIII y XIX, y que, por lo tanto, las condiciones para la revolución y la toma del poder por parte de la clase trabajadora no habían “madurado”. A estos postulados, Lenin replicó que, en la fase imperialista del capitalismo, ya no cabía especular con la “madurez” o “inmadurez” de las condiciones para la revolución en un lugar dado, sino en el sistema en su conjunto, en tanto en cuanto el imperialismo configura una cadena que abarca la práctica totalidad del mundo; y que, en segundo término, la burguesía rusa en particular, y la de los países dependientes en general, desconocía el potencial y el programa revolucionario de sus homólogos occidentales del siglo anterior ya que su desarrollo capitalista discurría en el marco de la integración imperialista y sin la oposición de la vieja sociedad feudal o absolutista.

-Consecuentemente, la fuerza hegemónica en la revolución que habría de acabar con los remanentes feudales y el absolutismo zarista y, por lo tanto, liderar la revolución democrática en Rusia (o en cualquier lugar de condiciones equiparables) era el proletariado; garantía, además, de que una vez consumada, aquella se acabaría transformando en revolución proletaria. No obstante, debido a la “juventud” del capitalismo ruso, el proletariado industrial urbano no constituía una fuerza especialmente numerosa; circunstancia esta que para las principales figuras de la II Internacional conjuraba de forma absoluta toda posibilidad revolucionaria para la clase obrera. A este prejuicio caduco, Lenin opuso el siguiente razonamiento: es cierto que el proletariado es la clase social más consecuentemente revolucionaria y es cierto que en Rusia es numéricamente menor que, por ejemplo, el campesinado; pero es igualmente cierto que el proletariado no es la única clase oprimida de la realidad rusa, ni la única que participa de la lucha de clases, aunque sea la que la sostenga de manera más decidida y sólida. Por lo tanto, las posibilidades revolucionarias para el proletariado pasan por reunir en torno suyo y colocar bajo su dirección política a aquellas clases estranguladas y depauperadas por el régimen militar-feudal del zarismo, a todas las masas trabajadoras de la sociedad; lo que, como es lógico, incluía con una importancia decisiva al campesinado. Así pues, Lenin condicionaba la toma del poder por parte del proletariado a que estos convirtieran al campesinado –que vería colmadas sus aspiraciones de tierra por la alianza con la clase obrera- en su reserva primordial, como la burguesía hizo en el occidente europeo en los siglos XVIII y XIX.

-Uno de los principios con los Lenin más enriqueció el tesoro general del marxismo fue el desarrollo y la defensa del derecho de las naciones a la autodeterminación. Si una de las características definitorias del capitalismo en su fase imperialista es el sojuzgamiento de territorios dependientes y el dominio colonial por parte de unas pocas potencias capitalistas, defender el derecho de estos territorios a su existencia como estados independientes representa una de las principales formas de lucha contra el imperialismo, como una de las formas principales de lucha contra la explotación a escala mundial. Además, la lucha anticolonial y los movimientos de liberación nacional abrían una gran contradicción en el mundo imperialista, que, potencialmente, se podían conjugar con la la contradicción principal de la lucha de clase en las metrópolis: la contradicción capital-trabajo.

IV. El instrumento esencial: el partido de nuevo tipo.

En este punto es preciso retroceder unas décadas, hasta los inicios de la trayectoria política de Lenin, para comprender que, de la lucha ideológica contra los populistas en los años 90 del s. XIX, nació la plena conciencia de una necesidad entre los revolucionarios marxistas rusos: la creación de un partido obrero y socialista único -tomando como base los círculos marxistas dispersos que ya existían en Rusia, como la “Unión de lucha por la emancipación de la clase obrera” de Petrogrado (actual San Petersburgo) donde Lenin dio sus primeros pasos en la militancia política- que fuera, además, aliado del campesinado ruso, a cuya vanguardia habría de situarse para el derrocamiento del zarismo y del régimen semifeudal que sostenía.

La creación del Partido Obrero Social Demócrata de Rusia, germen del futuro Partido Bolchevique, no estuvo exenta de dificultades. De su primer congreso de 1898, no salieron ni estatutos únicos, ni una línea de trabajo conjunta, ni una táctica clara, ni un único centro de dirección para las “Uniones de lucha” que en ese momento se fusionaban. En la práctica, ello supuso que la dispersión ideológica ya existente de las diversas organizaciones locales fuera en aumento, dando lugar a la aparición de desviaciones ideológicas del marxismo revolucionario como el “economismo”, que defendía que la clase trabajadora había de limitarse a la lucha por recibir una parte mayor del producto de su trabajo, apoyando y cediendo la iniciativa política contra el zarismo a la burguesía liberal. Estos sectores, además, contaban con órganos de expresión propios donde trataban de justificar teóricamente la dispersión ideológica y la desarticulación orgánica del partido.

Ante esta situación de caos organizativo e ideológico, el sector que sostenía los principios del marxismo revolucionario, encabezado por Lenin, defendía que antes de caminar a la unificación orgánica, vía congreso, del POSDR era preciso exponer con claridad los dos criterios existentes sobre los fines y tareas del partido. De esta postura, nació el periódico Iskra, destinado a toda Rusia y donde se efectuaba agitación en favor de las ideas del marxismo revolucionario y que perseguía un objetivo capital: cohesionar ideológicamente al POSDR, homogeneizar su labor de propaganda y, lo que es más importante, su estructura y organización.

El plan de Lenin para la creación de este “organizador colectivo” que era el periódico Iskra y del partido que de ello había de nacer está expuesto en una serie de trabajos del que el principal es Qué hacer de 1901-1902. En él se sientan las bases de lo que posteriormente sería el llamado partido de nuevo tipo. En lo esencial, este partido habría de servir como un instrumento eficaz para el proletariado en la lucha de clases y la revolución socialista, por ello se imponía la necesidad de que fuera un partido donde se fundieran el centralismo y, para no perder el vínculo con las masas trabajadoras, la democracia; un partido en cuyo seno se integrara el socialismo científico con el movimiento obrero; que actuara como el “elemento consciente” capaz de orientar la actividad de la clase trabajadora con arreglo a sus intereses de largo alcance; que fuera el instrumento principal de la lucha política de la clase obrera y de otras clases sometidas como el campesinado por el derrocamiento de las clases explotadoras y la instauración de su propio poder político.

En lo sustancial, estos principios fueron corroborados por la mayoría del II Congreso del POSDR en 1903. Sin embargo, la minoría de ese congreso, a la postre calificada como menchevique, no observó uno de los principios fundamentales del partido de nuevo tipo: las minorías se someten a las mayorías, y de facto funcionaba como una organización independiente que se resistía a abandonar los métodos y la inercia de dispersión orgánica e ideológica que caracterizaron al POSDR en sus primeros años de vida y lo condenaron a la inoperancia. Si antes fueron los economistas los que contaban con sus propios órganos de expresión para justificar la dispersión ideológica y orgánica del partido, después del II Congreso del POSDR, la fracción menchevique se hizo con la mayoría en la redacción de Iskra, utilizándola como tribuna contra las ideas de Lenin y la mayoría del partido, los bolcheviques.

Contra esta situación abierta por la fracción menchevique, Lenin opuso los principios que habían de atravesar a un verdadero partido proletario en su obra de 1904 Un paso adelante, dos pasos atrás. Los principios y fundamentos organizativos e ideológicos que se desprenden de estos y otros trabajos de Lenin han orientado e inspirado a partidos proletarios de todo el mundo durante más de 100 años, en tanto que la práctica los confirmó como los más válidos no solo para el límite estricto de Rusia, sino para todo el mundo. En síntesis, los principios más destacados pueden resumirse en los siguientes puntos:

-que el partido no se podía identificar con la clase obrera en general y en su totalidad (como pretendían los mencheviques), sino que era su destacamento de vanguardia, “pertrechado con el conocimiento de la vida social, con el conocimiento de las leyes que rigen el desarrollo de la vida social, con el conocimiento de las leyes de la lucha de clases”.

-Que, además de destacamento de vanguardia, había de constituirse como destacamento organizado, con unos fines, medios, normas propias y atribuciones claramente estructuradas y repartidas. Lo que equivale a decir que el partido del proletariado había de ser “una suma de organizaciones y no de individuos” y que la pertenencia a aquel había de condicionarse a la pertenencia a alguna de estas.

-Que, en última instancia, el partido del proletariado, por su carácter de vanguardia y “forma más elevada de organización de la clase obrera”, contaba con toda la capacidad “para conducir a la clase obrera y dirigir su lucha”, es decir: para poner bajo su dirección las demás organizaciones obreras y, con ello, fortalecerlas.

-Que aun la mejor organización de los y las mejores miembros de la clase trabajadora resulta impotente sin vínculos sólidos con las masas trabajadoras; por lo que el partido de nuevo tipo ha de constituirse en “la encarnación de esos vínculos” y su vanguardia. Por ello, la participación y el trabajo de la militancia comunista en los órganos de poder popular (obrero y campesino) surgidos en la revolución 1905 y que después serían la “célula” del sistema socialista tras la Revolución de Octubre, los soviets, siempre fue amplia e intensa.

-Que la guía de estas masas de la clase obrera había de realizarse con arreglo a un plan y, para ello, era precisa una dirección centralizada y única, que garantizara la unidad de acción y el funcionamiento del partido proletario de nuevo tipo como instrumento eficaz de lucha.

-Que el partido de nuevo tipo había de imponer una disciplina única que “obligara por igual a militantes y dirigentes”.

En suma, la pugna de Lenin -y el sector del movimiento revolucionario que representaba- con los mencheviques (finalmente escisionados en 1912) se enfocaba fundamentalmente en si la organización partidaria era un requisito necesario o no para la clase obrera en su lucha por la emancipación. Los mencheviques sostuvieron que una organización partidaria sólida no resultaba imprescindible para que la clase obrera lograra transformaciones revolucionarias; mientras que, a la inversa, Lenin (y todos los partidos comunistas que después han seguido el modelo leninista) defendía que la “unión ideológica” de la clase obrera no era suficiente por sí sola y que precisaba de completarse con “la unión material de organización”.